domingo, septiembre 27, 2009

El último bar

Publicado originalmente en la revista "Boronía": http://boronia.es/

El reciente cierre de algunos de los bares más tradicionales de la ciudad va cercando poco a poco a este negocio de siempre que sobrevivía a pesar del acoso de los malos tiempos. Córdoba, Ciudad de las Tres Inculturas, revive de nuevo lo que parece un tópico hiriente que no hace sino confirmarse: “Córdoba/ciudad moderna/que entre antiguas y modernas/tiene una sola taberna/y trescientas librerías. Ya a finales del siglo pasado se cantaba esa coplilla que hoy bien puede haberse transformado en rap o flamenquito de Las Chuches.

Van muriendo los bares, agonizan las tabernas. Y con su muerte se pierde un pedacito de todos nosotros y un gran trozo del escaso cuerpo cultural de esta ciudad, cada vez más amputado, cada vez mostrando más muñones sanguinolentos. Por el contrario, y en consonancia con la vieja copla, se multiplican las librerías de todo tipo, desde las decimonónicas a las nocturnas basadas en el diseño, de las funcionales a las de lujo, desde las que ofrecen libros superventas a las de viejo. En cada esquina, como suele decirse, hay una librería, cuando no también en el medio de la calle. Y el índice de lectura se incrementa y se incrementa. Aunque lo preocupante es que ese índice de lectura es cada vez más precoz.

Los chavales se inician en la pubertad leyendo tebeos o mala poesía -ripios de poetas locales principalmente- en corros nocturnos en cualquier parque o plaza, impidiendo con los recitales el sueño de los vecinos. Más tarde comprarán novelas rusas o relatos de realismo sucio en librerías que hacen su agosto poniendo los libros a diez veces el precio de costo. Al final los jóvenes terminan leyendo tanto como su mayores, que ya de por sí eran lectores compulsivos, y transformándose en carne de librería, donde ahogan sus penas entre las páginas de cualquier obra maestra del montón.

Y mientras esto sucede los bares, tabernas y pubs se van convirtiendo en un recuerdo, en una fotografía en sepia. Cualquier cordobés puede rememorar la primera vez que entró con sus padres en un bar: las cabezas de toro, la seria efigie de Manolete, las fotografías con famosos que una vez pasaron por allí, la aparente hosquedad de un tabernero tras la que se esconde una sabiduría que se encuentra en el otro extremo del exhibicionismo. Se agolpan los recuerdos. La primera vez que se regala al milenario suelo cordobés el contenido del estómago, rito de iniciación que se repetirá ya de forma habitual en cientos de ocasiones. El paso de las tapas más superficiales a las de digestión más profunda. Hincar los codos en la barra mientras se estudia cada caldo, cada espuma, cada fermentación de grano de cereal o monda de patata. Las horas y horas en compañía de otros alcoholheridos. La luna, las calles solitarias, los senderos en zig-zag, la doble visión de una realidad que sólo parece real gracias a la ficción de la copa.

Desde los Cruz-Conde, que contribuyeron con su sacrificio figurado al sacrificio literal de tantos cordobeses que lastraban con sus artimañas de profesores, con sus ladinas labores en el campo, con su carrera de medicina o con la construcción de esculturas el desarrollo cultural de esta ciudad, Córdoba puede enorgullecerse de contar con una generación tras otra de políticos capaces e ilustrados. Hoy día, este grupo orgullo de la función pública en Europa ha conseguido contagiarnos con una ilusión colectiva: la capitalidad 2016. Junto a ellos otro nutrido grupo de creadores, ya sea de poesía, pintura o novelas, que a la enorme calidad de sus obras tiene que añadir un desprecio rayano en la locura a las subvenciones, cargos públicos o actos en los que sus compañeros de profesión de otros lugares actúan como comparsas de concejales, delegados y consejeros de las instituciones.

Sin embargo, esa esperanza de todos contrasta con la realidad cultural de una capital de provincia en la que apenas van quedando bares. En ese sentido, el último bar se convierte en símbolo de que algo se está haciendo mal, de que hay una gran distancia entre el deseo de ser capital europea de la cultura y lo que se está haciendo para ello, pese a que los dirigentes de las instituciones capitanean esta cuestión con mano firme, excelentes programas sobre el papel y un alejamiento absoluto de la propaganda o las naderías partidistas.

Quizá ha llegado el momento de hacer examen de conciencia en ese último bar, ante la última copa, en la última de las barras de una ciudad de librerías, de una ciudad en la que quizá las personas no están a la altura de sus excelentes políticos, tan alejados de la vergüenza ajena que sí provoca el senequismo de los ciudadanos, o no están a la altura de los creadores locales, tan alejados de esa figura de perritos falderos que asuela el mundo cultural de diversas regiones. Con la última copa del último bar en la mano quizá haya que pensar que los ciudadanos no se merezcan a esta elite de políticos y artistas que se desviven por ellos sin que ellos sepan responder a su entrega, generosidad y excelencia, atrapados como están en la cotidianidad de la rutina y la hipoteca. Más nos valdría que toda la población participase de su espíritu, en una ciudad imaginada llena de bares donde políticos y artistas compartirían copas a cargo del erario público con la única intención de construir un siglo de las luces para esta Córdoba que se pudre entre libros. Creo que esa ciudad imaginada de bares, de trescientas tabernas, es una bonita, costosa, pero alcanzable (e)utopía. Puede que a medio plazo si vamos todos juntos de la mano.